Bonboncito de pueblo
La cara del niño lo dice todo. Está con la boca abierta a un par de metros de una máquina y un operario de nombre Frans Rodríguez, quien sin parar su trabajo va contestando la pregunta más frecuente de los visitantes como él, que siempre se detienen más o menos en el mismo punto de la planta de Colombina con un gesto de asombro similar: ¿Señor, cómo le meten el chicle al Bonbonbum?
La planta de Colombina queda en el corregimiento zarzaleño de La Paila y hoy día es más bien una ciudadela donde conviven dos mil quinientos empleados en distintos turnos. Un recorrido alrededor sus instalaciones dura unas dos horas, cuenta Jackeline Díaz, la jefe de Bienestar Social de la empresa, que cree que anualmente pueden recibir a unas dos mil personas que llegan ahí coincidiendo casi todas en la misma inquietud, la que pregunta por el misterio del bonbón y la goma de mascar. De modo que resolver aquella duda es una urgencia que en ese lugar unifica a adultos y niños en un mismo tamaño. Niños con la boca abierta y sonriente.
“Tenemos recorridos de colegios, universidades… Y también hay visitas de familias de la región que se fueron a vivir afuera del país y desde allá coordinan parar venir a mostrarle a algún pariente dónde se hace el Bonbonbum, que es un sabor que venimos probando desde nuestros abuelos…”, dice Jackeline.
Y es cierto. Las células de la vallecaucanidad se han alimentado de los platos que heredamos de nuestras antiguas costumbres y necesidades: las de las mujeres de los jornaleros y los corteros de caña que se inventaron el fiambre para traer con vida a sus hombres del durísimo campo. Las de los pescadores del Pacífico que cocinan el mar en un sancocho. Las de las familias que enseñaron a su hijos a reunirse los domingos a la orilla de ese mismo plato, pero lejos del mar, usualmente preparado con gallina y cilantro picado…
Junto a todos esos sabores que nos componen y los que aquí no alcanzan a escribirse, hace más de cuarenta años que la vida nos viene regalando la posibilidad de endulzarla en cualquier momento con aquella golosina, infaltable en toda tienda que se respete desde Jamundí hasta El Cairo. Envueltos en papelillos de colores los bonbones llevan ahí todo ese tiempo, en las vitrinas de exhibición como un alegre recordatorio del chance de voltearle el gusto al día a cambio de una simple moneda: durante los últimos diez años su precio continúa siendo el mismo, los mismos 200 pesitos. O sea que además de todo esa es una de esas escazas bellezas invariables: sigue pesando veinte gramos y llevando un chicle en el corazón. ¿Cómo es que se lo ponen ahí?
El Bonbonbum resulta un sabor muy nuestro no solo por ser fabricado en este Valle del Cauca sino por haber visto la luz aquí, desprendiéndose de un árbol genealógico abonado con caña de azúcar. La historia comienza con los Caicedo y su hijo Hernando, innovador incansable que a cargo de las fértiles tierras de la familia -sembradas de caña y con un ingenio-, se convirtió en pionero hace muchos años del negocio de la confitería y los dulces en el país.